Durante los primeros segundos de
escrutinio, tuvo la sensación de que aquello se movía. Hasta le pareció
que era un niño acurrucado que le daba la espalda. Pero después, más serenado,
creyó encontrar una explicación obvia a aquel tropiezo inesperado: «¡Qué tonto
estoy!», se dijo a sí mismo cuando decidió que el bulto era en realidad un
pequeño animal; un perro o, más probablemente, un gato. Pensó en silbarle o en
llamarle con el habitual «miso» para así asegurarse de su conjetura, pero algo
le hizo desistir de su intención incluso antes de haber emprendido acción
alguna; cierta cualidad un tanto enervante que aquella cosa negra sobre la
acera parecía emanar y que no conseguía explicarse. Todavía paralizado en la
esquina, decidió observarla con más detalle antes de tomar ninguna decisión al
respecto o de efectuar siquiera movimiento alguno.
Aquello permanecía quieto. Lo pudo
confirmar tras cerca de dos minutos de atenta vigilancia. Era evidente que los
nervios o la impresión inicial le habían producido ese efecto, pero ahora tenía
claro que no se trataba de un ser vivo, sino, todo lo contrario, de algo inerte.
Y, sin embargo, su difuso contorno era imposible de relacionar con nada que él
conociera…
Consideró si seguir hacia delante y evitarlo o dar un rodeo y tomar una calle paralela, pero luego se indignó ante su propia cobardía. ¿En serio le iba a obligar a tomar otro camino aquel bulto que no alcanzaba ni el medio metro de altura? ¿Qué podía ser allí, en ese punto y a aquella hora? Seguramente algo que había tirado alguno de los pocos vecinos de la zona, o que quizá había dejado algún transeúnte casual. ¿No podía ser un bolso grande o un saco de deporte? Sin duda, su silueta era similar a la de ambos…
Echó un vistazo a su alrededor y descubrió unos trocitos de pared que se habían desprendido de la casa en cuya proximidad estaba. Se agachó a coger uno, procurando no hacer ruido, y se dispuso a lanzarlo. Su intención era que el pequeño proyectil dibujara una trayectoria parabólica en el aire y cayera lo más cerca posible de su objetivo, pero sin que llegara a golpearlo. Le sorprendió lo mucho que le costó hacerse el ánimo. Era innegable que aquel barrio perdido producía un efecto desasosegante en su espíritu y hacía menguar su iniciativa. Finalmente, tras un lapso de menos de un minuto que a él le pareció eterno, logró su propósito. El minúsculo añico fue a caer a un par de metros del bulto y rebotó tres veces hacia adelante, casi hasta chocar con él. Inmóvil y en vilo, todavía indeciso sobre qué era aquello que tenía delante, aún sin haber descartado del todo la opción de que se tratase de un animal vagabundo quizá dormitando, dio por hecho que aquella sombra siniestra saltaría al momento y saldría huyendo, o que al menos reaccionaría de alguna manera, pero nada ocurrió.
Por fin se atrevió a dar un paso hacia el
bulto negro, a continuar su camino hacia casa, pero su determinación acabó
allí, a apenas un metro de donde había empezado. Se dio cuenta de que, si
seguía avanzando, entraría en la zona sin luz en la que estaba el inquietante
objeto, y aquello le causaba una desazón que no se atrevía ni a confesar para
sí. Casi dio gracias de que no hubiera nadie que pudiera verle en aquella
situación tan lamentable y, de hecho, oteó las ventanas de las viviendas que
tenía a la vista, pero de ninguna de ellas salía luz ni señal que pudiera
delatar la existencia de moradores en su interior. La verdad era que aquellas
casas antiguas de una y dos plantas que componían en su mayoría el sombrío
vecindario exhibían un manifiesto estado ruinoso y de abandono.
Volvió a observar aquella cosa informe.
«¿Qué demonios puede ser?», se preguntó enojado consigo mismo. «¿Qué es?, ¿qué
narices es?», se repitió mientras examinaba el motivo de sus recelos hasta
donde le era posible, dadas las precarias condiciones de iluminación del lugar.
Y, entonces, la respuesta directa y
diáfana se presentó en su mente hasta ahora confusa. «¡Idiota! Pero ¡qué
idiota!» se maldijo una y otra vez hasta estar casi a punto de decirlo en voz
alta. Varios minutos allí parado, indeciso, sorprendido, hasta asustado, por
mucho que le costara reconocerlo, y al fin se daba cuenta de que lo que tenía
ante sí no era más que… ¡una bolsa de basura! ¡Una bolsa de basura de plástico
negro que alguien había dejado en mitad de la acera! ¡Y aquello le había tenido
clavado y estupefacto en el mismo sitio durante un buen rato! ¡Hasta le había
hecho considerar tomar una ruta alternativa! ¡Qué ridículo! Lo estúpidamente
que te puede condicionar el entorno…
Pero, con la solución a aquel patético
enigma descubierta, despejado de toda reticencia o escrúpulo, liberado de
cualquier aprensión o temor, envalentonado, de hecho, por la nueva luz con la
que ahora contemplaba lo que hasta ese momento había sido un problema que
amenazaba con devenir en trauma, se dispuso a continuar su trayecto tal y como
se había propuesto desde un principio: por el itinerario que había decidido
antes de entrar en aquel barrio deplorable, que era el que siempre seguía
cuando se aventuraba en él. Había sido tan grande su frustración, le pesaba
tanto la vergüenza casi infantil que había pasado durante varios minutos en
aquella esquina, que se propuso, a modo de venganza quizá un tanto absurda y
risible, dar un enérgico y rencoroso puntapié a aquel cúmulo de desechos
envueltos cuando llegara a su altura.
Lo cierto es que se quedó a décimas de segundos de cumplir este cometido, pues, cuando estaba levantando su pie derecho con la intención de apuntar con él al dichoso bulto negro para después golpearlo con dicha extremidad, sucedió algo inesperado y aterrador. Apenas tuvo tiempo de reaccionar ni de distinguir ningún detalle, mucho menos de pedir socorro o de intentar emitir sonido alguno, cuando aquella criatura extendió sus amplios apéndices membranosos de un color similar al cuero, recubiertos de un desagradable vello agrisado y rematados en algunos puntos por una especie de garfios óseos, y le envolvió con ellos por completo. Solo llegó a sentir brevemente el cálido pero letal contacto de aquella cosa y el repugnante hedor que emanaba. Por fortuna para él, la angustiosa situación no duró mucho…
Lo cierto es que no
conseguía recordar cómo había comenzado a conversar con ella. Le parecía que
había salido de un portal en penumbra, quizá para preguntarle una dirección o
algún otro dato. Tenía el cabello lacio, negro y largo hasta por debajo de los omoplatos,
y la piel pálida. Era delgada y de estatura mediana, y el vestido vaporoso y
algo holgado que llevaba permitía adivinar una figura agradable y armoniosa.
Cuando la vio más de cerca, bajo la luz de las farolas, y se fijó en sus
párpados ligeramente hinchados, en sus ojos oscuros y en su mirada profunda,
serena y compasiva, constató que era mayor de lo que en principio le había
parecido. Aún con todo era un tanto más joven que él, quizá cosa de una década.
Pero, del agradable conjunto de aquella desconocida, lo que más le había
encandilado era su voz, amable, aterciopelada, embriagadora y, sobre todo,
familiar. Conocía esa voz. Probablemente la había escuchado en sus
sueños muchas veces. Porque, sí: supo al instante que ante sí tenía a la mujer
de sus sueños. Quizá no se correspondía exactamente con el modelo de mujer que
había anhelado durante toda su vida; los rasgos no eran los mismos que su
corazón había trazado en tantas ocasiones, ni tampoco su aspecto concordaba con
aquella imagen que se había hospedado en su mente hacía décadas, pero aquella
era la mujer de sus sueños. Simplemente, su imaginación se había comedido en
demasía; sus sueños no habían sido lo bastante audaces como para dar forma
clara y definitiva a aquel ideal que ahora tenía ante sí. Y, aún con todo,
seguía patente en él aquella sensación de ya conocerla de antemano, desde
muchos años atrás. Era como si ya llevaran juntos más de media vida, y así se
lo dijo tras un largo rato conversando con ella. Normalmente era tímido y torpe
con el sexo opuesto; de hecho, carecía de habilidades comunicativas para
relacionarse con casi cualquier persona, y tampoco es que se hubiera complicado
en intentar cultivarlas, pero con ella, la mujer de sus sueños, la que había
esperado tanto tiempo que había acabado desesperando de encontrarla, descubrió
que tenía una insólita familiaridad, una confianza sin precedentes. Se acababan
de conocer y ya charlaban como si fueran amigos de la infancia. Hasta se atrevió
a responder a la cautivadora sonrisa de ella con un esbozo de sus labios que
intentó infructuosamente imitar el gesto.
—Le resulto familiar a
mucha gente —dijo ella—. Debo tener un aspecto muy común y cotidiano.
—No lo tienes. Tu aspecto
es muy especial y distinto —se apresuró a contradecirle él, sorprendido por su
propia osadía.
—¡Qué cortés eres! —le
agradeció ella con otra sonrisa.
Habían llegado ya a la
playa, pero no entraron en la arena, sino que siguieron caminando por el paseo
que la recorría en paralelo, cruzándose con grupos de muchachos, con parejas de
ancianos, con familias completas acompañadas de sus mascotas y con todo tipo de
paseantes. Él los ignoraba por igual y solo tenía ojos para ella. Intentaba
apartar su mirada, atraída por la de su acompañante como si esta fuera un imán,
más que nada por temor a incomodarla o a que se formase una opinión equivocada
de él, pero le resultaba harto difícil.
Siguieron hablando
durante un rato de temas habituales e intrascendentes. No quiso arriesgarse a hacerle preguntas de carácter más personal por
temor a que se rompiera aquel hechizo maravilloso y ella le dijera que ya había
llegado a su destino, o que, cual Cenicienta adulta y moderna, tenía que
volverse a su casa o algo así. Llegado un momento, a punto de alcanzar el final
del paseo que recorría la costa, con la sosegadora cadencia de las olas del
cercano mar acompañándolos paso a paso, él se decidió a incidir en la extraña
impresión que aquella mujer le causaba:
—¿De verdad no nos
habíamos visto ya? —se escuchó decir sin reconocerse a sí mismo—. ¿Es posible
que cuando éramos pequeños? —se le ocurrió aventurar dubitativo.
—Si fuera o no fuera así,
¿qué diferencia habría? ¿No querrías entonces estar conmigo? —le interrogó ella
con su timbre melodioso y su mirada dulce.
—Querría estar contigo
siempre…
Estaba dicho.
Entusiasmado por las afectuosas palabras de ella, por su tono amistoso, por
aquel rostro que no era exactamente bello pero sí irresistiblemente atractivo,
había dejado que su corazón se apoderara de su cerebro y que el primero se
valiera del segundo para expresar lo que realmente sentía y quería.
—Siempre estaremos
juntos, si tú lo deseas —le aseguró ella ofreciéndole su mano, grácil y
delgada.
En el séptimo cielo,
incrédulo ante tanta dicha, recompensado por fin con algo y con alguien que
creía que nunca obtendría, él respondió a aquel gesto entrelazando sus dedos
con los de ella. Su tacto, como ya había anticipado, era cálido y
reconfortante.
En el confín de la urbe,
la pareja cambió de trayectoria y comenzó a rehacer el camino andado.
—No me has dicho cómo te
llamas —se cercioró él.
—Soledad —le respondió ella.